TRISTAN
CAPITULO I
Tristán estaba
observando las estrellas por la ventana de su alcoba., disfrutaba de la vista
que le ofrecía la torre de su fortaleza. Había librado muchas batallas fuera de
esos muros y, en estos tiempos de paz,
anhelaba empuñar una espada. Pero, en compensación, disfrutaba de otros
placeres, los que las mozas le ofrecían. Pronto, se desposaría con una muchacha
del pueblo vecino, forjando grandes vínculos y para el bienestar de su gente.
Forjaría un gran vínculo con el pueblo vecino y cumpliría, con ello, los deseos
de sus padres. Mientras tanto disfrutaría, pues era un hombre que necesitaba
consumir sus energías de alguna manera en falta de guerra. Sabía que no
encontraría el amor verdadero, el destino lo había privado de tal dicha. Su
pueblo necesitaba herederos así que él se los ofrecería. Sonrió viendo cómo se
removía la moza de cabellos azufre en su cama. Era una mujer apasionada y de
belleza poco común en sus tierras, pero no podía desposarla aunque quisiera.
Sus padres habían concertado su matrimonio con otra muchacha y el cumpliría.
Era la última noche que disfrutaba de
sus encantos, pues al amanecer llegaría su prometida. Se acercó a la cama y
pasó los dedos por la espalda de la joven cuyo nombre desconocía. Ella se
volvió hacia él, enredándolo con una mirada azul cielo y dibujó en sus labios
una sonrisa seductora.
—Tristán,
hace frio—dijo con una
voz que prometía el paraíso,
— ven y dame tu calor.
—Muchacha, tienes que irte, —gruñó Tristán, con la
vista nublada de pasión. Esta moza era insaciable,
pero el tiempo apremiaba. Tenía que recibir a su prometida, sus noches de loco
frenesí habían acabado.
— ¿Me estas echando? —preguntó la joven,
incrédula.
—Mi prometida está por al
llegar muchacha, —contestó
Tristán con tristeza. Se alejó de aquel lecho donde yacía la bella joven aviada
tan solo con lo que la naturaleza la había bendecido. — ¿Qué tiene ella que no tenga yo? —preguntó la muchacha
fulminándolo con la mirada.
<<Por las barbas de Odín, muchacha, si no la conozco
siquiera>>, pensó amargado.
—Es
hora de que te vayas, —ordenó
usando su tono autoritario. No vio cuando como los ojos azul cielo
resplandecieron, no vio el anillo que la moza llevaba en sus manos y no vio el
cuchillo que hirió su torso. Tristán, sintió un dolor agudo y se sumió en la
oscuridad. Elena cogió una gota de sangre y la mezclo con sus lágrimas, le echó
una última mirada y besó aquellos labios que conquistaron su alma con besos
ardientes y promesas silenciosas.
—Vivirás
toda la eternidad sumido en la oscuridad, cada dueña de este cristal, usara tus
encantos a su antojo y con cada beso,
con cada caricia recordaras él daño que me hiciste al usarme. No podrás ser lo que una vez has sido hasta
que no derritas el hielo del corazón de una muchacha herida. Tendrás que recomponer
los pedazos rotos de una joven a la que destrozaron. Serás sangre y lágrimas todo en un espejo,
esclavo de todos los deseos y obedecerás a toda mujer cuyo rostro se refleje en
ti—. Elena sonrió con
malicia y con un gesto de la mano hizo que una niebla azul envolviera el cuerpo
de Tristán para llevárselo en el interior del cristal plateado. <<Cuanto
me queda de vida, serás mío >>, pensó y se desvaneció. Era una bruja muy
poderosa, pero no podía concederse la inmortalidad a sí misma. Nunca había
querido hacerle daño, había albergado esperanzas de que él le ofreciese su amor
algún día. Pero ya no. Ahora lo tenía para ella.
Quinientos años
después, Tristán, seguía sumido en la oscuridad, tal y como ella le había
marcado el destino. Mientras estuvo en su poder, Elena, se había encargado de
transformar cada minuto de su vida en un infierno. Le había maltratado
tanto el cuerpo, como la mente
y el espíritu, y se preguntaba cómo es que aún seguía cuerdo. Ochenta
años había sido su esclavo hasta que el Thanatos se la llevó en a su
reino. Su cobijo era una cueva oscura de
paredes de piedra gris, fría y húmeda donde sus únicos acompañantes eran las
ratas y algunos bichos creados por Elena para atormentarlo. Recordó la última vez que lo invocaron, hacia
unos trescientos años, su dueña era una reina ávida de poder que le había
ordenado emparedar a su esposo en una mazmorra para quedarse con el trono. Desde la muerte de
la reina nadie más lo había invocado. A pesar de su maldición anhelaba sentir
la luz del sol sobre su rostro. ¿En manos de quién estaría el cristal
maldito?
Adryana.
Adryana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario